#Opinión De la normalización de la violencia en diferentes sectores de la política urbana / Mariana Orozco

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Por Mariana Orozco

En 2006, mi vida era tan tapatía como se podría esperar, a los 24 años, comprarme un coche y casarme eran los siguientes pasos a dar.

Había encontrado en la psicología clínica las herramientas para propiciar el bienestar del ser humano. Sin embargo, la terapia comenzaba a parecerme un paliativo ante el agobiante ritmo de vida urbano al que mis pacientes referían sobrevivir semana tras semana.

En medio de una profunda búsqueda por definir mi futuro, comencé mis prácticas profesionales de psicología social en una de las organizaciones ambientalistas con más trayectoria en Guadalajara y tuve la oportunidad de profundizar en el quehacer de las instituciones.

Fue entonces que cambie el consultorio por la investigación y la acción pública, sentí la libertad para ser yo misma y me convencí de que el camino para transformar a la humanidad se encontraba en el proceso de gobernar, y que el gobierno era uno de los agentes que podría brindar alternativas de solución a los problemas públicos, pero no el único.

Me compré mi primera bicicleta motivada por los deseos de experimentar lo que señalaban mis primeras lecturas en materia de movilidad y entrevistas a personas expertas. Eficiencia, activación física, ahorro, pero sobre todo libertad; estaba ansiosa con la idea de no depender de nadie ni de nada para moverme por la ciudad. Nunca más me preocuparía por la hora, las calles, el transporte público de pésima calidad o conseguir un “rait”;  la ciudad comenzó a ser mía.

Ese nuevo modo de transporte urbano me empoderó, fue mi herramienta para descubrir mis límites y mi potencial, así como para recorrer los caminos menos pensados; incluidos aquellos en los que se tomaban las decisiones sobre el hacer ciudad.

Me olvidé de comprarme un auto y del tema matrimonial, a pesar del drama familiar y un corazón roto. Fue una etapa importante en mi vida creativa, descubrí una nueva red de personas diversas, informadas y críticas que se sentían orgullosas de participar e influir en la vida pública, y motivada por integrarme a ese mundo y aportar desde mi formación, comencé a trabajar con y para diversos sectores.

No contaba con que también descubriría a personas y ambientes sumamente violentos. Una mujer joven opinando en un mundo masculinizado y adulto centrista, molestaba entonces y sigue molestando en la actualidad. Violentar a una mujer, es un comportamiento normalizado, ya sea en la función pública, el sector transportista, el inmobiliario, el de la consultoría, el de la construcción y en la misma sociedad civil; ninguno se escapa.

Me topé con comportamientos tales como no darle a una la palabra en las reuniones, realizar preguntas incómodas, suponer que eres la asistente de alguien más o poner más atención en la forma de vestir que en las opiniones y planteamientos que una pone a discusión. Luchaba constantemente por mantenerme firme, sin entender porque, mi autoestima comenzó a bajar y mi personalidad se tambaleaba constantemente.

Es sumamente incómodo llegar a reuniones en donde todos se hablan de “Maestro o Ingeniero” pero a una le hablan en diminutivo, olvidando la profesión. Y qué decir de trabajar en cuestiones para las que no fuiste contratada, soportar coqueteos, malos tratos, gritos y descalificaciones, o peor aún, recibir fotografías de desnudos sin acuerdos de por medio. El extremo es ser tocada sin consentimiento o recibir la petición de favores sexuales a cambio de agilizar una gestión.

Minimicé esa violencia machista, a un punto tal de normalizarla,  fueron momentos grises, llenos de dudas e inseguridad; o me desmoronaba o replicaba el estilo machista al reaccionar, ya que dichos ambientes repudian a mujeres seguras de sí mismas, sensibles y conciliadoras.

Sin embargo, mi corazón encontró alivio en una nueva meta, sentía que debía luchar para ser yo misma, el plan de conocer más sobre la vanguardia de la agenda urbana se convirtió en mi “salvavidas”, me olvidé de depositar energía en personas que intentaban borrar mi personalidad e hice hasta lo imposible por alejarme de ese ambiente nocivo y me enfoque en el viajar por las ciudades más emblemáticas del desarrollo sostenible para caminarlas, pedalearlas y usar su transporte público.

De una motivación personal, la movilidad y las políticas urbanas pasaron a ser mi proyecto profesional. Al regresar a México me ofrecieron trabajo en la CDMX y dejé todo en Guadalajara, incluida la violencia de la que fui víctima, con tal de seguir creciendo.

No fue fácil adaptarme a la “gran ciudad”, aún recuerdo esa sensación de estar perdida por alguna calle o estación del metro, con dificultades económicas de por medio y con una red social muy débil en la que incluí a personas que en la primera oportunidad me violentaron.

Aunque las cosas se fueron equilibrando, llegué a trabajar más de 12 horas al día sin parar; era la primera en llegar a la oficina y la última en cerrar el portón por la noche sin compañía. Fue una etapa difícil, intentaba enfocarme en el presente y para ello tocaba hacer de todo si quería alcanzar las metas propuestas, desde desarrollar investigaciones, pedir cotizaciones y coordinar la logística del evento en el que presentar los resultados, preparar presentaciones (las propias y las de los jefes), hacer alianza con otros sectores y además, capacitarse para seguir siendo competitiva en el ambiente.

Aún me sigo preguntando si mis compañeros hombres saben hacer la mitad de las tareas que “tocaba” hacer entre colegas mujeres y ellos ni se enteraban, o si se daban cuenta de las oportunidades desiguales, cuando en muchas reuniones donde nosotras no estábamos invitadas,  ellos tenían la oportunidad de compartir ideas con los jefes.

Levanté la mano para dirigir nuevos proyectos y tuve que esforzarme de sobremanera por implementarlos, sabía que era por ser mujer, pero no me atrevía a aceptarlo. Si lo mencionaba, me cuestionaban si era feminista y  en ese entonces, para mi eso era un insulto; cuestiones de mujeres exageradas.

Fue hasta que llegué a la función pública cuando comencé a darme cuenta de mis privilegios y acepte las enormes brechas entre mujeres y hombres en los espacios laborales.

No podía creer que a alguien le molestara que se impulsará una política pública de movilidad, luego entendí que lo que realmente molestaba era que una mujer como yo,  influyera en ciertos actores y como consecuencia, otros y otras cuantas perdieran sus privilegios.

Este período incluyó no solo el saqueo de mi oficina y la destrucción de mis objetos personales. A pesar de haber presentado una denuncia por los hechos no pasó nada, el personal del ministerio público me cuestionó todo el tiempo, “algo habría hecho” para que rompieran la puerta de mi oficina, robar archivos y quebrar lo que estuviera a su paso, incluida mi computadora. El silencio de mis compañeras y compañeros perpetuaron y profundizaron la desigualdad de género en esas oficinas. Sentía el cuerpo molido y el alma rota, habían invadido mi privacidad y botado a la basura el trabajo de muchos meses y personas.

Eran días intensos y de mucha competencia entre colegas, impulsar proyectos y posicionar temáticas en la agenda de trabajo era el objetivo y no había tregua. Si te descuidabas un poco, los gritos y los malos tratos te paralizaban, y alguien más presentaba tus ideas como propias o descalificaba tu trabajo con la única motivación de posicionar las suyas.

Mientras pensaba en lo incongrente que era el discurso de inclusión con la realidad laboral, no dejaba de tener miedo, pero no me intimidé. Así que de nueva cuenta, me enfoque en mi propio proceso creativo y  me recuperé.

Fortalecida en mi propia historia, marcada en gran parte por mi mamá, quién  me enseñó a luchar por lo que quería y a no aceptar un no por respuesta, me apoye en esa red de colegas que se va tejiendo a través de los años. Ellas, ellos, mi terapeuta, mi compañero de vida; han sido cómplices en un constante trabajo reflexivo.

Hoy soy una persona fortalecida, me cansé de no ser yo, y en muchas ocasiones  actuar como hombre para alcanzar una meta. En gran parte por ensayo y error, pero lo más importante, deje de tener miedo; mi cuerpo y mis emociones han generado mecanismos para reaccionar ante prejuicios y mandatos sociales que continúan presentes. Sigo buscando autonomía y libertad para poder encarar la vida de la mano de mi misma, de mujeres solidarias y con la alianza de personas comprometidas con el hecho de romper el “techo de cristal” al que todos los días nos enfrentamos.

Desafortunadamente no todas las mujeres cuentan con este tipo de apoyos para superar la violencia y dejar atrás los roles de género. El desafío en el sector de la movilidad sigue presente, tanto para acceder a oportunidades y competencias laborales de forma igualitaria, para diseñar barrios, calles y sistemas de transporte que tome en cuenta y prioricen las necesidades de niñas y mujeres; así como posicionar la necesidad de erradicar la violencia de género en las ciudades como política de estado.

En cualquier espacio en el que exista vida social es necesario aceptar las necesidades, impulsos y cualidades  de las mujeres, y darles la oportunidad de controlar, no solo su cuerpo, si no sus decisiones. Necesitamos generar ciudades que reconozcan y prioricen a las mujeres,  sin segregarlas o limitar sus actividades a horarios, tipos de transporte o lugares específicos. Por otro lado, es urgente propiciar un entorno, opciones y lugares de trabajo que permitan el equilibrio entre las labores diarias y la vida privada de las mujeres.

Si comenzamos a confiar en las mujeres para algo más que el ser adornos, objetos sexuales o para realizar labores del hogar, de cuidado o de auxilio administrativo, entonces seremos una sociedad destinada a transformarse y superar los graves problemas que hoy padecemos; de otra manera estamos condenados a replicar  la violencia de género y ser cómplices de su normalización por el resto de nuestros días.

Mientras eso sucede, como mujeres, reconozcámonos, organicémonos, perdamos el interés en complacer al mundo, y enfoquémonos en alcanzar lo que nos satisfaga, y que en la sororidad nos encontremos; estoy segura de que en ello va empeñada la transformación humana.

Mariana Orozco trabaja en la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU). @morozca

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